El Reino de la Luz: De las Auroras Boreales al Sol de Medianoche

La luz. Esa es la respuesta si alguien me pregunta qué me ha llamado más la atención de vivir tan al Norte, qué es diferente, qué es especial. La luz, tan simple como eso. Creo que la mayoría se siente decepcionada ya que esperan que diga el frío terrible, osos polares andando por la calle o alguna otra cosa fuera de lo común.
Photo Sharing and Video Hosting at Photobucket
Pero la luz aquí es algo realmente espectacular que cambia el paisaje transformán- dolo hasta extremos oníricos. El brutal cambio de incidencia del sol a lo largo del año, los atardeceres interminables del verano, la atmósfera azul del invierno sin sol, el clima siempre dinámico, siempre en movimiento, las montañas camaleónicas en perpétua permutación de color.... la naturaleza se recrea pintando cuadros efímeros sin descanso. Es un juego de contrastes contínuo entre nubes rotas en formas imposibles, el tapete liso de las aguas del fiordo, la quebrada silueta de la costa y la luz que lo amalgama todo en armonía. Mis fotos hacen poca justicia a tal grandiosidad, pero con que transmitan siquiera un ápice de ella, me doy por satisfecho.

22 NOVIEMBRE 06: LA ESTACIÓN AZUL



Hoy el sol se ha quedado corto en su intento de asomarse por el horizonte. La estación oscura ha comenzado: no veremos de nuevo el disco solar hasta el 21 de Enero, dentro de dos meses.

La única luz natural que disfrutaremos es un resplandor en las horas centrales del día. Un amanecer y un anochecer al unísono. Una breve aurora confundida con un corto crepúsculo. El resto, noche.



Los 23,45º de inclinación del eje terrestre provoca que una vez al año los rayos del sol alcancen de forma tangencial a la esfera terrestre en las regiones polares creando una zona de sombra:



Estos periódos de sombra suelen recibir nombres tenebrosos que invitan a la depresión: la estación oscura, noche perpétua... sin embargo estando aquí he aprendido una denominación diferente, más alegre y muy apropiada: La Estación Azul.

Durante esas apenas dos horas de claridad, la luz adquiere una tonalidad muy especial y en conjunción con la reflexión de la nieve y las nubes crea un ambiente luminoso mágico, sin sombras, sin foco definido y de un todo azulado.







Sí, pero estamos hablando de minutos, apenas horas... ¿Cómo sobrevivir a las más de 23 horas restantes de oscuridad?

La oscuridad trae su propia belleza, su propia magia, pero son tema para otro momento.




21 NOVIEMBRE 06: UN IGLÚ EN LA TERRAZA



Ha estado nevando toda la semana. Y eso significa trabajo. En el balcón se han acumulado más de treinta centimetros de nieve y alguien tiene sacarlos de ahí antes de que la barandilla desaparezca enterrada. Así que bien abrigado y equipado con una pala comienzo la ardua tarea. La nieve se ha apelmazado y a la primera palada salta un voluminoso bloque.

Inmediatamente una idea recuperada directamente de la infancia se ilumina en mi mente: construir un iglú.

El pobre Eco se echa largas siestas en el balcón y a menudo se despierta convertido en un montón de nieve. A él no parece preocuparle en absoulto pero quizá no le importaría tener un refugio.



Manos a la obra, voy sacando bloques y convirtíendolos en ladrillos bajo la supervisión del fututo propietario.



Los muros se van levantando. No estoy muy seguro de cómo va a resultar, me dá la impresión de que en cuanto cojan altura van a colapsar.





Consigo un bloque especialmente largo para cargadero de la entrada principal y Eco me hace prometerle que pondré una ventana con vistas al fiordo.



Tras un par de horas de trabajo la obra está terminada. Estoy orgulloso, para ser mi primer iglú.



El problema es que Eco no aprecia el regalo. Prefiere seguir durmiendo fuera y utiliza el iglú como urinario.






21 OCTUBRE 06: FYRANJÁRGA

Día de color acero de un otoño que quiere ser invierno. El cielo y el mar compiten por ofrecer su cara más grisácea, más opaca, más oscura. No hay brillo, no hay exhuberancia de luz y colores. Las montañas se han tornado negras con blanquísimas cicatrices de nieve. La belleza despiadada y fría de una hoja templada y afilada. Los pulmones se inundan de ártico en cada inspiración.



Eco y yo vamos a visitar el norte de la isla. Saliendo hacia el aeropuerto, ascendemos una vez más hasta la antena de Storfjell y seguimos la pista que nos lleva hacia la estación VOR (aeronavegación). Desde aquí cresteamos en dirección Norte hasta llega al extremo Noroeste de la isla.



El día es frío y húmedo, una fina aguanieve nos acompaña todo el camino. Cómo dicen en Noruega, no hay mal tiempo sino ropa inadecuada. Tanto Eco cómo yo venimos equipados y no nos incomoda el clima, más bien al contrario, lo disfrutamos. Lo intentamos absorber con cada uno de nuestros sentidos Cada bocanada de aire es un ejercicio de desintoxicación y limpieza interior.



Para evitar volver por el mismo camino giramos a la derecha y seguimos la costa bordeando los acantilados. Al rato tenemos la pequeña población de Forsol a la vista. Nos encaminamos hacia el sur y tras una sucesión de colinas y lagunas llegamos a Prærian, y desde aquí, por la calle, hasta casa.



El invierno ártico está cerca. Lo esperamos impacientes.



17 OCTUBRE 06: UN DÍA EN LA ISLA

A las 7:30h de la mañana, en esta época del año, aún es noche cerrada en Hammerfest. No se divisa atisbo alguno del alba. El día se inicia desapacible, las ráfagas heladas toman cuerpo bajo la luz de las farolas en la forma de partículas de nieve, oleadas arrítmicas ondean en los conos ámbar. Oasis luminosos en un mundo negro y helado. Ni un alma en la calle.

Dos puntos blancos serpentean en la oscuridad acercándose. El autobús es puntual hoy, no nos hace esperar demasiado en el frío de la madrugada. Las únicas tres personas que estoicamente aguardábamos en la parada subimos apresuradamente agradeciendo el refugio que proporciona el autocar. En la cálida penumbra del interior sólo se divisa un pasajero, la radio canturrea a muy bajo volumen, la calefacción está al máximo, es casi imposible evitar una cabezada en este ambiente adormecedor.

Pero no hay tiempo para mucho, en menos de quince minutos y tras una sóla parada nos aproximamos a las puertas de Melkøya. En la oscuridad del mar se ven las luces de la isla. Con su intrincrada red de estructuras parece una futurista ciudad flotante digna de "La Guerra de las Galaxias".

Llegamos al control de seguridad. A la izquierda de la caseta de dos pisos está el acceso de vehículos dónde el autobus se para. Nos apeamos y el frío vuelve a recibirnos. El viento arrastra algunos copos. Nos dirígimos a la derecha de la caseta donde está el acceso de personal, todo está iluminado por grandes focos blancos. Pasamos nuestra tarjeta magnética por el lector y una puerta giratoria de barrotes metálicos nos franquea el paso a través de la cerca. Este puesto de guardia y su perimetro cercado es como una cabeza de playa de Melkøya en tierra firme, una avanzadilla. Al otro lado nos espera de nuevo el autobús, y de nuevo subimos agradeciendo la protección.

El autobus avanza unos doscientos metros y se sumerge en la boca negra de un túnel que bajo el lecho marino nos llevará a la isla. Al traspasar el umbral del túnel no puedo evitar acordarme de "Parque Jurásico" cuando el coche de los protagonistas pasa bajo las grandes puertas. Aquí también se trata de una isla, alta tecnológia y grandes medidas de seguridad.



Al otro lado lo primero que nos encontramos es el gran edificio de recepción. La cara visible y aseada de Melk
øya. Después el autobús desciende hacia la planta industrial propiamente dicha que aún es de acceso no restringido, en breve entrará en funcionamiento y se aislará del resto del complejo. Através de la ventanilla vemos que el viento es mucho más terrible aquí en la isla -desamparada en medio del mar- que en tierra. La nieve se convierte en gotas de agua al contacto con el cristal.

Pasamos bajo la enrevesada bóveda de tuberias y cables de la planta y llegamos a los barracones del otro lado, en el extremo sur de la isla, donde están las oficinas que controlan los últimos trabajos de construcción. Están emplazados al pie de un acantilado artificial excavado en la roca. Impresionantes paredes verticales de más de 50 metros que se encuentran en ángulo recto formando una esquina de proporciones ciclópeas. Una gigantesca escombrera, restos del fabuloso trabajo, aún se amontona en el emplazamiento y grandes máquinas trabajan sin descanso para retirarla. Aquí nos apeamos.

Todavía está oscuro. Este rincón de la isla es inhóspito a más no poder. El paredón de piedra resulta negro y amenazador a esta intempestiva hora sumando tenebrismo a la escena. Sin resguardo alguno, con el mar a doscientos metros el viento golpea con furia rugiendo y arremolinándose al chocar con la pared. Las inmensas máquinas no son más que sombras amorfas, algunos puntos de luz rojos y dos grandes haces blancos que dibujan líneas rectas en la nieve que cae horizontal. Su estruendo compite con el bramido del viento. Imposible adivinar presencia humana en el interior de esos dinosaurios metálicos. Hay dos o tres torres metálicas con focos en el centro del emplazamiento, pero la luz blanco azulada es insuficiente y sólo aporta sombras que incrementan la oscuridad reinante.

El escenario es totalmente inhumano. Parece otro planeta, quizá una de esas colonias mineras donde los replicantes eran esclavizados, o tal vez en aquella en la que Ripley se las veía con el Alien.

Pero no, es la tierra: la planta de procesado de gas naural del proyecto Sn
øhvit en la isla de Melkøya, Hammerfest, en el Mar de Barents. Y es Octubre.


22 SEPTIEMBRE 06: LA AVENTURA DE PASEAR AL PERRO

La primera reacción de amigos y conocidos -ya sea en España o en la Noruega más meriodional- al comentarles donde vivo es la de conmiseración con mi situación. Al parecer la mayoría coincide en que Hammerfest, bueno, puede ser un escenario -algo radical- para unas vacaciones no convencionales. Es exótico. Puede ser interesante y diferente. ¿Pero vivir allí? Eso debe ser una tortura.

Así que dan por hecho que una presencia prolongada en lugar tan dejado de la mano de Dios no puede ser voluntaria. No quedarían más opciones, se dicen. Supongo que en los baremos habituales de "habitabilidad" de un centro urbano Hammerfest puntúa muy negativamente habida cuenta de que apenas tiene cuatro o cinco restaurantes, un cine (con una única sala) y hay poca elección para la movida de la noche del sábado (salvo que seas aficionado a las peleas callejeras). No ayuda tampoco los kilómetros y kilómetros a la redonda de páramo desolado, sin un árbol a la vista y con la única presencia viva de algún reno errabundo.

Las comunicaciones no son buenas. Hay una única carretera (tampoco es que lleve a ningún sitio muy diferente de Hammerfest) que en ocasiones en invierno se bloquea con la nieve. El tiempo puede también impedir la salida del ferry o dejar el pequeño aeropuerto bajo mínimos. O pueden suceder las tres cosas a la vez -no es normal- y la ciudad está aislada. Hace frío.


No. Hammerfest no es el sueño de un urbanita del siglo XXI. Por tanto mi interlocutor normalmente se muestra sorprendido cuando llega a saber que nuestra presencia en la ciudad más septentrional es voluntaria. Hoy en día hemos aceptado que todos esos elementos que nos acompañan en nuestra vida diaria y que nos ofrece en inmensa variedad la ciudad moderna es lo que necesitamos para vivir. Y quizá lo aceptamos por pura inercia porque las mismas personas que consideran un sitio como Hammerfest "inhabitable" y depresivo son las que se quejan continuamente de su vida diaria, del trabajo, del agobio, del estrés. De la falta de tiempo para uno mismo.


La culpa se la suele llevar toda el trabajo. Y sin duda éste tiene su parte en el daño, pero la ciudad en sí misma, con toda su inabarcable muestrario de opciones en las que solazarnos, tienen gran resposabilidad de nuestros agobios y ansiedades. Somos seres urbanos por autoimposición, no estamos diseñados para ese entorno ni mental ni físicamente, y eso crea desequilibrios e insatisfacción.

La ciudad nos encarcela entre muros de hormigón y ladrillo, al fin y al cabo una ciudad no es más que una agrupación de edificios muy cercanos unos a otros que no sólo nos bloquean el paso sino también la vista. Nos roban algo muy precioso: el horizonte. Normalmente no lo echamos de menos, pero quién puede negar la sensación indescriptible cuando salimos de la urbe, vamos a la montaña y nos deleitamos observando desde la altura un horizonte abierto. El tiempo se para. La mente se dilata.

Probablemente estemos geneticamente obligados a observar el horizonte. Somos monos que nos erguimos entre otras cosas, supongo, para otear en lontananza y detectar predadores. Y su ausencia nos tranquiliza. Por la razón que sea funciona. El horizonte es una medicina indispensable y la ciudad nos priva de ella.


Hammerfest puede carecer de muchas cosas, pero posee algo que no tiene precio. Las fotos que salpican este texto no son de ningún día en especial. No es una excursión preparada, ni ún fin de semana. Es un día normal, en el que al volver a casa del trabajo, saqué a Eco a pasear media hora o cuarenta minutos, justo antes de comer. Como siempre. Es mi rutina diaria. Pero esta vez me dió por llevarme la cámara.

Las fotos está tomadas a apenas quince minutos de la casa. Hamerfest me ofrece ésto cada día y cada día salgo de trabajar y en unos minutos estoy sentado en una roca, mirando al océano -Eco husmeando libre a mi alrededor- y la vista recorriendo un horizonte infinito que amalgama agua, roca y fuego. Siento el viento frío que me llega virgen y salvaje -sin obstáculos que lo domestiquen- y que limpia mi mente dejándola en blanco, renovada, en paz. Lista para seguir.



Cada día un paseo. Unas veces en medio de una ventisca de invierno con la nieve por las rodillas, otras una garbeo tardío bajo el sol nocturno del verano, o contemplando las Auroras Boreales. Siempre renovador. Siempre relajante. Siempre purificador.

Y esa inmensa sensación de paz, el aporte de vitalidad que supone, no se puede comprar en el último gran centro comercial que han abierto.

17 SEPTIEMBRE 06: PRIMERAS NIEVES

Una muy avanzada vanguardia del invierno nos ha visitado hoy regando de azúcar en polvo el paisaje. Empezamos Septiembre bruñéndonos al sol escasos de ropa y parece que lo vamos a acabar entre copos de nieve.

No está, sin embargo, destinada a durar. Es muy pronto incluso para Hammerfest. Las verdaderas nevadas empezarán en Noviembre y no será hasta Diciembre que una capa de hielo y nieve cubra de forma permanente el suelo, hasta el deshielo de primavera. Pero estas pequeñas nevadas aisladas y fuera de temporada no son desacostumbradas, incluso en Mayo puede el Señor del Norte saltarse las reglas de la Corriente y rozar Finnmark con su manto helado. Como simple recordatorio de la latitud en la que vivimos.

En apenas dos semanas hemos pasado del verdor y luminosidad veraniega al blanco del invierno, pasando por los ocres del otoño. Realmente increíble.
No vamos a desaprovechar esta nueva y repentina permutación del paisaje y nos preparamos para salir. Además va a ser una ocasión muy especial: Eco se va a encontrar por primera vez con su elemento, la nieve.

Sin duda es un acontecimiento cuando un Alaska Malamute conoce por primera vez la nieve ya que la lleva en los genes. Nos ponemos en camino paralelos a la carretera hacia Prærian. Una vez allí abandonamos la zona de casas y empezamos a ascender por la ladera. La nieve en las calles y alrededores se ha derretido pero no hay que subir demasiado para encontrar alguna. La línea que marca la cota de nieve parece dibujada a tiralíneas y el contraste de colores es muy llamativo.


Y Eco entra en contacto con la rala capa de nieve. La huele, la prueba y comienza por primera vez el ritual que se convertirá en hábito cada vez que encuentre nieve, salta baila y se restriega contra el suelo. No hay duda que aquí hay amor apasionado.


Seguimos subiendo y avanzando en dirección noreste. La capa de nieve se hace más uniforme pero no mucho más espesa. Nieve nueva, suelta e impoluta. Es como caminar sobre azúcar.


En esta zona los riachuelos y charcas se han congelado. Superficies tan perfectamente enrasadas que desentonan con lo quebrado y rocoso del terreno. La placa de hielo parece lo suficientemente gruesa como para soportar el liviano peso de Eco pero no creo que ni por asomo soporte el mío así que cuando nos bloquea el camino una poza de mayor tamaño opto por rodearla saltando piedras mientras Eco se pasea confiado por esta novedosa superficie.



Llegamos a un punto lo bastante alto como para divisar el otro lado de la isla. Eco ya se siente a sus anchas.




Decidimos descender hasta la orilla lo cual no resulta nada fácil por lo abrupto del terreno, las placas de hielo y la nieve suelta que oculta obstáculos y agujeros. Al menos no es fácil para un bípedo con el centro de gravedad a un metro del suelo, mi acompañante no tiene tantos problemas. Al final llegamos a terreno llano junto al agua. El sol empieza a declinar cuando encontramos una vieja cabaña abandonada y ruinosa.


En el camino de regreso vemos el sol descender sobre el horizonte y el fiordo -siempre el fiordo- nos obsequia con una increíble paleta de colores de belleza engañosa porque anuncia tormentas y chubascos que nos salen al encuentro. Es el momento de volver al abrigo del hogar.


El invierno ha saludado de forma amable y amistosa. Tiempo habrá para que nos muestre sus otras caras.



12 SEPTIEMBRE 06: LOS DOMINIOS DEL VIENTO

Las palabras "Círculo Polar Ártico" inmediatamente se asocian en nuestra mente con clima atroz, lucha del hombre contra los elementos, un individuo avanzando inclinado contra el viento y la nieve, con carámbanos en las barbas, cubierto hasta las rodillas y rodeado de una nada blanca y helada.

Sin embargo el clima en Hammerfest está lejos de ser extremo... la mayor parte del tiempo al menos. Los omnipresentes efectos de la Corriente del Golfo transportan a la ciudad -climatológicamente hablando- a latitudes mucho más meridionales. El clima no es violento, tiende más bien a una dulzura melancólica: la lluvia cae suavemente, casi sin calar, no hay aguaceros torrenciales, el cielo no se cubre sombrío de horizonte a horizonte, el manto de nubes siempre está roto y permite al sol participar en el juego a menudo, no hay truenos ni relámpagos, no hay bombardeo de granizo... el tiempo es benévolo. Hasta que despierta el viento.

Su majestad el viento. En esta isla de superficie pelada nada se le opone cuando sale a recorrer su señorío. Cuando las incursiones de indómito aire polar que la Corriente no es capaz de contener imponen su ley, la realidad remota de este rincón del planeta se revela en toda su potencia: la gravedad ya no es factor para la trayectoria de la lluvia, las nevadas se convierten en paredes sólidas, el frío se vuelve arma blanca. Es entonces cuando aparece el inconfundible aullido de la tundra, ese canto lúgubre pero terriblemente evocador que nos recuerda dónde estamos.

Hoy ha despertado el viento.

Por primera vez desde nuestra llegada al despertar esta mañana he escuchado el ulular, siento que este es el momento de mi verdadera llegada a Hamerfest, al Círculo. Al mirar fuera desde mi ventana he comprobado que el verano se ha desvanecido. ¿Cuándo han cambiado los colores? ¿Cuándo ha pasado el paisaje del verde al ocre?. No hace apenas dos semanas que subimos a Storfjell bronceándonos al sol. Esto requiere una comprobación in situ.

Eco y yo salimos a última hora de la mañana. Eco cambia cada día. Su pelaje se vuelve más oscuro y aumenta de tamaño a ojos vista. Pero no todo se cuerpo crece al unísono, las orejas se han adelantado al resto. También ha dejado atrás sus reticencias a alejarse de la casa y trota sin preocupaciones a mi alrededor dónde quiera que vaya.


Tomamos el camino que asciende por detrás de la casa. Sube ostensiblemente hacia el oeste por unos cientos de metros y después gira hacia el sur para cruzar la cerca de los renos y recorrer una amplia y muy ondulada pradera hasta un campo de tiro al plato emplazado al pie de una cresta. Nosotros no seguimos la pista hasta el final sino que nos salimos campo a través en dirección sureste y empezamos a subir de nuevo. El monte asciende de forma escalonada y de nuevo llegamos a una zona plana, esta vez con una laguna. Nos damos un respiro para mirar hacia el mar.


Empezamos a crestear en dirección Este. Præria se extiende a nuestros pies, a la izquierda de nuestra senda.


A medida que avanzamos y ascendemos los colores otoñales se hacen más ostensibles.


La fuerza del viento se multiplica con cada paso que ascendemos. Eco empieza a protestar asustado con la violencia del vendaval. La cubierta de nubes, rota y resquebrajada, se desplaza con rapidez a no mucha distancia de mi cabeza dando una increíble sensación de velocidad. Por los huecos se cuelan rayos de sol y los claroscuros intercambian posiciones de forma vertiginosa.

El sonido del viento es atronador en mis oídos. La ropa ondea con un pulso desbocado y rítmico, las lágrimas provocadas por el aire nacen ya con vocación horizontal. Cara al poderoso viento del Oeste, con el océano a mis pies y el cielo desplazándose a alucinante velocidad, veo columnas de lluvia desplazarse en la distancia, sobre el mar, engullendo a bocados las formas del paisaje... ruido, frío, olores... todos los sentidos están saturados por este despliegue de poder de la Naturaleza y una sensación eléctrica me recorre de pies a cabeza.




Eco no comparte mi entusiasmo. Todavía no han llegado los tiempos en los que será un poderoso perro de trineo indiferente a los elementos. De momento nos es más que un cachorro asustado por la inclemencia de la intemperie y gimotea rogando que nos volvamos así que iniciamos el descenso.

Hemos conocido al soberano de la tundra.

10 SEPTIEMBRE 06: LA ISLA DE LA LECHE


El toponimio Melkøya significa "isla de la leche" o "isla de leche". El nombre no podría haber sido más apropiado ya que Melkøya es la teta a la que Hammerfest
se aferra con la fime intención de succionar hasta la última gota.

Melkøya ha venido a rescatar Hammerfest de su anodino futuro y de la lenta pero implacable decadencia en la que andaba sumida. En este minúsculo pedazo de roca que aflora sobre el mar a media centena de metros de la costa se ha instalado la estación procesadora del proyecto Snøhvit, trayendo con ella un inmenso caudal de riqueza.

Photobucket

La historia se remonta a los años 80s, cuando se descubrieron unos inmensos campos de gas bajo el lecho marino del Mar de Barents en la plataforma continental noruega y a
unos 250 metros bajo el agua. La tecnología existente en el momento no permitía su explotación -ya que no era capaz de solventar las inmensas dificultades técnicas que implicaba la extracción- pero nunca se les quitó el ojo de encima.


Photobucket

A principios del siglo XXI ya existía un proyecto, Snøhvit, que pretendía extraer el preciado gas mediante instalaciones robóticas autónomas depositadas en el lecho marino y sin instalación alguna en la superficie. Una tubería de 143 kilómetros llevaría el gas hasta Hammerfest donde se emplazaría la planta de licuefacción de gas y se cargarían los barcos que llevarían el gas natural a EE.UU y España. Se trataba de una experiencia absolutamente pionera. Sin comerlo ni beberlo la pequeña y olvidada Hammerfest se situaba en el centro del mapa tecnológico mundial y su nombre resonaba entre cifras millonarias de metros cúbicos de gas... y de dólares.


Photobucket

Y a los habitantes de Hammerfest les tocó el gordo. Los petrodólares (gasocoronas en esta ocasión) empezaron a fluir. Statoil, la petrolera estatal de Noruega, alquiló la isla de Melkøya para construir la planta de tratamiento. La demanda de mano de obra para la faraónica construcción invirtió la invariable curva demográfica descendente. Repentinamente no había bastantes viviendas en la ciudad, se empezó a construir compulsivamente, el precio del metro cuadrado competía con Oslo y se vendía sobre plano. Todo el que tenía un sótano o garaje se hacía de oro alquilándolo. La población se lavaba la cara, rejuvencía. Los colegios se equipaban a la última. La ciudad se volvió cosmopolita ya que Melkøya trajo trabajadores de todos los rincones del globo. El cambio es perceptible hoy en día. Junto a los desvencijados edificios viejos que esperan su turno para ser remozados -o demolidos- se levantan nuevas viviendas con trazos de aequitectura moderna, madera, acero y cristal.

Ahora Hammerfest vive y respira para Melkøya. Y así lo hará por los próximos treinta años, cuando se preveé que se agote el yacimiento. Sin duda ha sido una bendición para una ciudad que estaba condenada al ostracismo sin la pujanza portuaria de antaño. También para mí, ya que la isla va a ser mi fuente de ingresos durante el tiempo que dure mi estancia. Pero abrirle la puerta de tu casa a una petrolera tiene sus riesgos. Y aunque Statoil es Greenpeace comparada con despiadados monstruos devora todo como Halliburton, no deja de ser una petrolera.

Quizás el paraíso ha firmado su propia sentencia.



2 SEPTIEMBRE 2006: LA PRIMERA EXCURSIÓN


Ya llevamos un par de semanas aquí y los pies piden a gritos libertad para recorrer algunos de los paisajes que se divisan desde la casa. El tiempo está siendo increíblemente benévolo para las alturas del año: cielos azules y temperaturas más cercanas a los treinta que a los veinte grados cuando en teoría deberíamos estar ya lidiando con los primeros asomos del otoño.

Además ardo en deseos de "estrenar" a mi nuevo compañero de caminatas, Eco. Él, en cambio, de momento no muestra muchos deseos de alejarse demasiado de la casa. En las numerosas -numerosísimas más bien- ocasiones que salimos para que alivie sus necesidades no accede a separarse más de cinco metros de la puerta. Aunque su ámbito de acción va creciendo y en el último par de días la exploración ya abarca un radio de diez metros.

Esto únicamente ocurre si sólo uno de nosotros -Line o yo- sale con él. Cuando ambos le acompañamos los límites desaparecen y trota alegremente a nuestro lado, sin temores y olisqueando a diestro y siniestro este excitante y desconocido mundo. Siendo así esperamos al domingo para que Line, que trabaja durante la semana, pueda acompañarnos y Eco acceda a alejarse de la casa.

El destino de esta primera excursión es obvio. Storfjell (literalmente "montaña grande") y su antena dominan el amplio valle donde se asienta Prærian, el "extrarradio" de Hammerfest y dónde se sitúa el aeropuerto, y nuestra casa. Alzado en sus poco más de 300 metros promete buenas vistas de la ciudad.



La mañana del domingo amaneció -a las tres de la madrugada- radiante. A eso del medio día nos ponemos en camino. Primeros cruzamos hacia el aeropuerto y seguimos la valla que lo delimita andando unos trescientos metros por la acera hasta que en una esquina del perímetro ya pudimos empezara subir. Cortamos camino por una extensión de hierba que resultó ser un cenagal y tomamos la pista forestal que ascendia rodeando la montaña, si podemos llamar montaña a Storfjell.

El sol caía a plomo desde un cielo de azul inmaculado. Parece mentira que estuviera dentro del círculo polar, paseando sin camiseta y sudando. Eché un vistazo a Eco preocupado de que lo estuviera pasando mal con su abrigo. Todo lo contrario: era la viva imagen del disfrute. Todo es interesante para él, todo nuevo y todo apetitoso. Especial y escatológico interés tiene por los excrementos. Pero es selectivo, si están secos y son de caballo o reno, se los come, si están frescos y son de cánido prefiere restregarse con ganas.

No para un momento siguiendo cada rastro que le asalta en el camino, a cada nuevo descubrimiento se para y nos mira orgulloso. Controla constantemente que sus andanzas no le llevan demasiado lejos de nosotros. Encantado saluda a cuanto caminante nos cruzamos, exceptuando a un tremendo y manso rotveiler de 60 kilos que caminaba con una mochila acompañando a una entrañable pareja de ancianos. Este encuentro no le entusiasma y corre a esconderse entre nuestras piernas gimoteando.

Después de unos quince minutos de subida doblamos un recodo y tras una corta rampa llegamos a un amplio valle con una laguna y una pradera recorrida por hilillos plateados. Glorioso descubrimiento para Eco: agua. Enseguida corre a chapotear, beber, torpes intentos de inmersión, saltos para para salpicar... ha nacido un amor duradero.





El camino serpentea por el valle y empieza a ascender rodeando el último repecho antes de la cima. Decidimos de nuevo cortar camino y ascender directamente, escalando unas rocas justo antes de la cumbre. En poco más de una hora pisamos la explanada dónde se encuentra la estación repetidora con su antena y un montículo hecho de piedras sueltas a manos de los excursionistas. El camino no ha sido largo, pero Eco no acostumbra a estas caminatas y normalmente pasa casi todo el tiempo durmiendo. Tan pronto como ve que nos sentamos, se hace un rosco y se prepara para la siesta.



Es un día diáfano y la vista alcanza lejos. En primer plano vemos la corta pista del aeropuerto local y a continuación una área edificada, en el lado opuesto al aeropuerto se encuentra nuestra casa. Más abajo divisamos la bahía donde se encuentra el núcleo original de Hammerfest, con su puerto. La ciudad se ha extendido en torno a Storvatnet, un lago inmediato a la línea de costa. La carretera serpentea sin alejarse del mar aglutinando a su alrededor los racimos de viviendas. Más allá de ese hilo que hilvana la civilización de la isla no hay nada más que monte desierto. Extensiones, ahora verdes, que se ondulan hasta el horizonte. No hay casas, no hay campos sembrados, no hay vallas que delimiten propiedades, sólo colinas quebradas. Hierba y roca. Paisaje idílico hoy, plácidamente adormecido bajo el calor del sol del verano, exuberantes de verdor, pero cargado de promesas heladas y ulular de viento cortante.



Pero eso queda lejos. Hoy la luminosidad de este domingo hacen inverosímiles los fantasmas del invierno sin sol. Sin dejar prolongar la siesta del pobre Eco lo cogemos en brazos para descender el repecho de rocas y tomar el camino de vuelta. Una vez en casa dormirá agotado durante horas, soñando sin duda con riachuelos, lagunas, pájaros, insectos, humanos amistosos y un perro negro, gigantesco como una montaña, que cargaba con una casa a cuestas.