El Reino de la Luz: De las Auroras Boreales al Sol de Medianoche

La luz. Esa es la respuesta si alguien me pregunta qué me ha llamado más la atención de vivir tan al Norte, qué es diferente, qué es especial. La luz, tan simple como eso. Creo que la mayoría se siente decepcionada ya que esperan que diga el frío terrible, osos polares andando por la calle o alguna otra cosa fuera de lo común.
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Pero la luz aquí es algo realmente espectacular que cambia el paisaje transformán- dolo hasta extremos oníricos. El brutal cambio de incidencia del sol a lo largo del año, los atardeceres interminables del verano, la atmósfera azul del invierno sin sol, el clima siempre dinámico, siempre en movimiento, las montañas camaleónicas en perpétua permutación de color.... la naturaleza se recrea pintando cuadros efímeros sin descanso. Es un juego de contrastes contínuo entre nubes rotas en formas imposibles, el tapete liso de las aguas del fiordo, la quebrada silueta de la costa y la luz que lo amalgama todo en armonía. Mis fotos hacen poca justicia a tal grandiosidad, pero con que transmitan siquiera un ápice de ella, me doy por satisfecho.

22 SEPTIEMBRE 06: LA AVENTURA DE PASEAR AL PERRO

La primera reacción de amigos y conocidos -ya sea en España o en la Noruega más meriodional- al comentarles donde vivo es la de conmiseración con mi situación. Al parecer la mayoría coincide en que Hammerfest, bueno, puede ser un escenario -algo radical- para unas vacaciones no convencionales. Es exótico. Puede ser interesante y diferente. ¿Pero vivir allí? Eso debe ser una tortura.

Así que dan por hecho que una presencia prolongada en lugar tan dejado de la mano de Dios no puede ser voluntaria. No quedarían más opciones, se dicen. Supongo que en los baremos habituales de "habitabilidad" de un centro urbano Hammerfest puntúa muy negativamente habida cuenta de que apenas tiene cuatro o cinco restaurantes, un cine (con una única sala) y hay poca elección para la movida de la noche del sábado (salvo que seas aficionado a las peleas callejeras). No ayuda tampoco los kilómetros y kilómetros a la redonda de páramo desolado, sin un árbol a la vista y con la única presencia viva de algún reno errabundo.

Las comunicaciones no son buenas. Hay una única carretera (tampoco es que lleve a ningún sitio muy diferente de Hammerfest) que en ocasiones en invierno se bloquea con la nieve. El tiempo puede también impedir la salida del ferry o dejar el pequeño aeropuerto bajo mínimos. O pueden suceder las tres cosas a la vez -no es normal- y la ciudad está aislada. Hace frío.


No. Hammerfest no es el sueño de un urbanita del siglo XXI. Por tanto mi interlocutor normalmente se muestra sorprendido cuando llega a saber que nuestra presencia en la ciudad más septentrional es voluntaria. Hoy en día hemos aceptado que todos esos elementos que nos acompañan en nuestra vida diaria y que nos ofrece en inmensa variedad la ciudad moderna es lo que necesitamos para vivir. Y quizá lo aceptamos por pura inercia porque las mismas personas que consideran un sitio como Hammerfest "inhabitable" y depresivo son las que se quejan continuamente de su vida diaria, del trabajo, del agobio, del estrés. De la falta de tiempo para uno mismo.


La culpa se la suele llevar toda el trabajo. Y sin duda éste tiene su parte en el daño, pero la ciudad en sí misma, con toda su inabarcable muestrario de opciones en las que solazarnos, tienen gran resposabilidad de nuestros agobios y ansiedades. Somos seres urbanos por autoimposición, no estamos diseñados para ese entorno ni mental ni físicamente, y eso crea desequilibrios e insatisfacción.

La ciudad nos encarcela entre muros de hormigón y ladrillo, al fin y al cabo una ciudad no es más que una agrupación de edificios muy cercanos unos a otros que no sólo nos bloquean el paso sino también la vista. Nos roban algo muy precioso: el horizonte. Normalmente no lo echamos de menos, pero quién puede negar la sensación indescriptible cuando salimos de la urbe, vamos a la montaña y nos deleitamos observando desde la altura un horizonte abierto. El tiempo se para. La mente se dilata.

Probablemente estemos geneticamente obligados a observar el horizonte. Somos monos que nos erguimos entre otras cosas, supongo, para otear en lontananza y detectar predadores. Y su ausencia nos tranquiliza. Por la razón que sea funciona. El horizonte es una medicina indispensable y la ciudad nos priva de ella.


Hammerfest puede carecer de muchas cosas, pero posee algo que no tiene precio. Las fotos que salpican este texto no son de ningún día en especial. No es una excursión preparada, ni ún fin de semana. Es un día normal, en el que al volver a casa del trabajo, saqué a Eco a pasear media hora o cuarenta minutos, justo antes de comer. Como siempre. Es mi rutina diaria. Pero esta vez me dió por llevarme la cámara.

Las fotos está tomadas a apenas quince minutos de la casa. Hamerfest me ofrece ésto cada día y cada día salgo de trabajar y en unos minutos estoy sentado en una roca, mirando al océano -Eco husmeando libre a mi alrededor- y la vista recorriendo un horizonte infinito que amalgama agua, roca y fuego. Siento el viento frío que me llega virgen y salvaje -sin obstáculos que lo domestiquen- y que limpia mi mente dejándola en blanco, renovada, en paz. Lista para seguir.



Cada día un paseo. Unas veces en medio de una ventisca de invierno con la nieve por las rodillas, otras una garbeo tardío bajo el sol nocturno del verano, o contemplando las Auroras Boreales. Siempre renovador. Siempre relajante. Siempre purificador.

Y esa inmensa sensación de paz, el aporte de vitalidad que supone, no se puede comprar en el último gran centro comercial que han abierto.