El Reino de la Luz: De las Auroras Boreales al Sol de Medianoche

La luz. Esa es la respuesta si alguien me pregunta qué me ha llamado más la atención de vivir tan al Norte, qué es diferente, qué es especial. La luz, tan simple como eso. Creo que la mayoría se siente decepcionada ya que esperan que diga el frío terrible, osos polares andando por la calle o alguna otra cosa fuera de lo común.
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Pero la luz aquí es algo realmente espectacular que cambia el paisaje transformán- dolo hasta extremos oníricos. El brutal cambio de incidencia del sol a lo largo del año, los atardeceres interminables del verano, la atmósfera azul del invierno sin sol, el clima siempre dinámico, siempre en movimiento, las montañas camaleónicas en perpétua permutación de color.... la naturaleza se recrea pintando cuadros efímeros sin descanso. Es un juego de contrastes contínuo entre nubes rotas en formas imposibles, el tapete liso de las aguas del fiordo, la quebrada silueta de la costa y la luz que lo amalgama todo en armonía. Mis fotos hacen poca justicia a tal grandiosidad, pero con que transmitan siquiera un ápice de ella, me doy por satisfecho.

28 FEBRERO 07: GLIMMERSVANNHYTTE



Es hora de poner a prueba nuestras recien adquiridas habilidades de esquí a dúo. Vamos a adentrarnos en la isla en busca Glimmersvannhytte, un pequeño refugio. El municipio mantiene varias cabañas perdidas en el campo, bien mantenidas, surtidas de estufa, leña, cerillas y siempre abiertas.

Glimmersvannhytte es una de estas cabañas. En verano no resulta difícil encontrarla, se distingue con facilidad la senda que cientos de pisadas han creado. En invierno es otra historia. El terreno es blanco uniforme y sin referencias. Las frecuentes nevadas eliminan el rastro de otros esquiadores que hayan podido acercarse al refugio convirtiendo la excursión no sólo en un desafío de esquí, sino tambien de orientación con el mapa.

Unos quince kilómetros ida y vuelta a vuelo de pájaro, bastantes más a paso de reno y por un terreno muy accidentado. Para hacerlo aún más excitantes el parte meteorológico es malo pero al fin y al cabo, es invierno en el Círculo Polar Ártico ¿De qué extrañarse?



Empezamos donde siempre, a espaldas de la casa subiendo la pista -ahora blanca- que lleva al campo de tiro. Antes de llegar a éste nos desviamos a la izquierda y empezamos a subir ladera arriba. Hasta aquí terreno conocido. Abordamos la trocha de esquí principal que viene desde Prærian. En este punto hay muchas marcas y trazadas, las seguímos. Avanzamos rápido porque el terreno no tiene mucho desnivel. Cruzamos un lago helado y nevado, en el otro lado las huellas se ramifican en todas direcciones. La nuestra sigue en la misma dirección: Este.

Sin embargo la visión es un tanto abrumadora. Nuestro camino nos lleva hacia una pared cuasi-vertical entre dos moles de roca que aparece negrísima en comparación con el blanco inmacualado de la nieve. La subida zigzagueante es agotadora. Finalmente y sin resuello coronamos el collado y nos encontramos entre las dos crestas de granito negro semejante a un portal de dimensiones ciclópeas.

Más allá un valle nevado amplio y profundo, primero debemos realizar una bajada larga y luego de otra vez trepar y coronar un nuevo portillo. Es un contínuo "Deja vu" paisajístico. En el otro lado una gigantesca explanada blanca, su superficie perfectamente nivelada discrepa dramaticamente con el quebrado paisaje de alrededor. Es un lago helado de grandes dimensiones. Para alcanzarlo primero debo descender un terraplen unos cinco metros de altura, la bajo rodando por supuesto.

Ya en la superficie del lago avanzamos muy deprisa. Es un placer deslizarse por la planicie más perfecta que se pueda imaginar. Parece irreal, no estamos acostumbrados a que la naturaleza presente líneas de absoluta pureza, pero este mantel blanco no es más que producto de agua, gravedad y frío. En el centro del lago nos vemos rodeados de kilómetros cuadrados de terreno absolutamente uniforme, blanco nuclear, hasta tal punto que no parecemos avanzar sino permanecer suspendidos en la nada blanca. No hay referencias, especialmente cuando nos alcanca una de las nevadas intermitentes y se pierde la visión de todo aquello más allá de las orillas del lago.

Este lugar es de una belleza sobrecogedora, la sábana de nieve, planchada y sin una arruga, provoca sensación de paz, tranquilidad, serenidad. Soledad. De repente un resplandor llama mi atención, a mi derecha, sobre el fiordo, el manto plomizo de las nubes se ha rasgado y una espada luminosa corta el fiordo gris. Me detengo y se me eriza el vello mientras contemplo el espectáculo, el color es impresionante, quizá sea sólo el dramático contraste de esa ventana de luz en medio de la tiranía blanca pero pienso que nunca he visto una luz más hermosa.



Nuestro objetivo no está aún alcanzado. En algún punto al otro lado del lago, está nuestra cabaña. Estamos llegando a la orilla y recuperamos la sensación de movimiento, de avance. En realidad no hay ruptura del unifome níveo, simplemente el terreno vuelve a tener formas. Empezamos una larga subida. El mapa me dice que la cabaña está a la vista. Alguno de los puntos negros que jalonan la ladera debe ser la cabaña y no otro afloramiento rocoso.



Por fin una de las manchas parece más geométrica que el resto. Sí, es la cabaña. Un último esfuerzo en la subida y me encuentro al resguardo de la tormenta de nieve que se desencadena afuera. Un par de leños en la estufa, escribo nuestros nombres en la libreta de visitas y doy cuenta de las provisiones: sanwiches, fruta, chocolate y nueces. Miro por la ventana empañada. La cortina de nieve da algo de cuartel, decido que es hora de volver.







El regreso es vertiginoso. Eco va como un tiro siguiendo nuestro rastro, no le gusta estar en medio de la nada cuando hace mal tiempo. Cruzamos el lago a gran velocidad, casi no necesito esforzarme. Atravesamos el segundo valle y llegamos al portal ciclópeo con la tremenda subida que ahora es una bajada similar a una rampa para salto. Suelto a Eco para que no acabemos como siempre, pues voy a coger bastante velocidad. Empiezo el descenso, zigzaguear para controlar la velocidad es casi imposible con estos esquies. Eco queda reapidamente atrás. Varias veces se me erizan el cabello en la nuca presintiendo la inminente pérdida control y anticipando la consecuente caída pero finalmente llego a la base de la montaña y dejo que la velocidad se vaya disipando.

Finalmente me paro, y mientras espero que un exahusto Eco me alcance disfruto recreandome en la sensación adrenalítica del espectacular descenso. Ahora las endorfinas -pasado el riesgo- empiezan a actuar proporcionando relajación y satisfacción. Llegados a la encrucijada decido para el último tramo que en vez de volver hacia la zona del campo de tiro bajaremos hasta Prarian, desde ahí hay algo más de un kilómetro de suave bajada por la acera -esquiable por supuesto- hasta la casa.



Me dejo llevar por la gravedad, sin esfuerzo y relajadamente y en unos pocos minutos estamos en la puerta. Hora de quitarse los esquíes. Hora de una ducha caliente y un merecido descanso.