El Reino de la Luz: De las Auroras Boreales al Sol de Medianoche

La luz. Esa es la respuesta si alguien me pregunta qué me ha llamado más la atención de vivir tan al Norte, qué es diferente, qué es especial. La luz, tan simple como eso. Creo que la mayoría se siente decepcionada ya que esperan que diga el frío terrible, osos polares andando por la calle o alguna otra cosa fuera de lo común.
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Pero la luz aquí es algo realmente espectacular que cambia el paisaje transformán- dolo hasta extremos oníricos. El brutal cambio de incidencia del sol a lo largo del año, los atardeceres interminables del verano, la atmósfera azul del invierno sin sol, el clima siempre dinámico, siempre en movimiento, las montañas camaleónicas en perpétua permutación de color.... la naturaleza se recrea pintando cuadros efímeros sin descanso. Es un juego de contrastes contínuo entre nubes rotas en formas imposibles, el tapete liso de las aguas del fiordo, la quebrada silueta de la costa y la luz que lo amalgama todo en armonía. Mis fotos hacen poca justicia a tal grandiosidad, pero con que transmitan siquiera un ápice de ella, me doy por satisfecho.

2 SEPTIEMBRE 2006: LA PRIMERA EXCURSIÓN


Ya llevamos un par de semanas aquí y los pies piden a gritos libertad para recorrer algunos de los paisajes que se divisan desde la casa. El tiempo está siendo increíblemente benévolo para las alturas del año: cielos azules y temperaturas más cercanas a los treinta que a los veinte grados cuando en teoría deberíamos estar ya lidiando con los primeros asomos del otoño.

Además ardo en deseos de "estrenar" a mi nuevo compañero de caminatas, Eco. Él, en cambio, de momento no muestra muchos deseos de alejarse demasiado de la casa. En las numerosas -numerosísimas más bien- ocasiones que salimos para que alivie sus necesidades no accede a separarse más de cinco metros de la puerta. Aunque su ámbito de acción va creciendo y en el último par de días la exploración ya abarca un radio de diez metros.

Esto únicamente ocurre si sólo uno de nosotros -Line o yo- sale con él. Cuando ambos le acompañamos los límites desaparecen y trota alegremente a nuestro lado, sin temores y olisqueando a diestro y siniestro este excitante y desconocido mundo. Siendo así esperamos al domingo para que Line, que trabaja durante la semana, pueda acompañarnos y Eco acceda a alejarse de la casa.

El destino de esta primera excursión es obvio. Storfjell (literalmente "montaña grande") y su antena dominan el amplio valle donde se asienta Prærian, el "extrarradio" de Hammerfest y dónde se sitúa el aeropuerto, y nuestra casa. Alzado en sus poco más de 300 metros promete buenas vistas de la ciudad.



La mañana del domingo amaneció -a las tres de la madrugada- radiante. A eso del medio día nos ponemos en camino. Primeros cruzamos hacia el aeropuerto y seguimos la valla que lo delimita andando unos trescientos metros por la acera hasta que en una esquina del perímetro ya pudimos empezara subir. Cortamos camino por una extensión de hierba que resultó ser un cenagal y tomamos la pista forestal que ascendia rodeando la montaña, si podemos llamar montaña a Storfjell.

El sol caía a plomo desde un cielo de azul inmaculado. Parece mentira que estuviera dentro del círculo polar, paseando sin camiseta y sudando. Eché un vistazo a Eco preocupado de que lo estuviera pasando mal con su abrigo. Todo lo contrario: era la viva imagen del disfrute. Todo es interesante para él, todo nuevo y todo apetitoso. Especial y escatológico interés tiene por los excrementos. Pero es selectivo, si están secos y son de caballo o reno, se los come, si están frescos y son de cánido prefiere restregarse con ganas.

No para un momento siguiendo cada rastro que le asalta en el camino, a cada nuevo descubrimiento se para y nos mira orgulloso. Controla constantemente que sus andanzas no le llevan demasiado lejos de nosotros. Encantado saluda a cuanto caminante nos cruzamos, exceptuando a un tremendo y manso rotveiler de 60 kilos que caminaba con una mochila acompañando a una entrañable pareja de ancianos. Este encuentro no le entusiasma y corre a esconderse entre nuestras piernas gimoteando.

Después de unos quince minutos de subida doblamos un recodo y tras una corta rampa llegamos a un amplio valle con una laguna y una pradera recorrida por hilillos plateados. Glorioso descubrimiento para Eco: agua. Enseguida corre a chapotear, beber, torpes intentos de inmersión, saltos para para salpicar... ha nacido un amor duradero.





El camino serpentea por el valle y empieza a ascender rodeando el último repecho antes de la cima. Decidimos de nuevo cortar camino y ascender directamente, escalando unas rocas justo antes de la cumbre. En poco más de una hora pisamos la explanada dónde se encuentra la estación repetidora con su antena y un montículo hecho de piedras sueltas a manos de los excursionistas. El camino no ha sido largo, pero Eco no acostumbra a estas caminatas y normalmente pasa casi todo el tiempo durmiendo. Tan pronto como ve que nos sentamos, se hace un rosco y se prepara para la siesta.



Es un día diáfano y la vista alcanza lejos. En primer plano vemos la corta pista del aeropuerto local y a continuación una área edificada, en el lado opuesto al aeropuerto se encuentra nuestra casa. Más abajo divisamos la bahía donde se encuentra el núcleo original de Hammerfest, con su puerto. La ciudad se ha extendido en torno a Storvatnet, un lago inmediato a la línea de costa. La carretera serpentea sin alejarse del mar aglutinando a su alrededor los racimos de viviendas. Más allá de ese hilo que hilvana la civilización de la isla no hay nada más que monte desierto. Extensiones, ahora verdes, que se ondulan hasta el horizonte. No hay casas, no hay campos sembrados, no hay vallas que delimiten propiedades, sólo colinas quebradas. Hierba y roca. Paisaje idílico hoy, plácidamente adormecido bajo el calor del sol del verano, exuberantes de verdor, pero cargado de promesas heladas y ulular de viento cortante.



Pero eso queda lejos. Hoy la luminosidad de este domingo hacen inverosímiles los fantasmas del invierno sin sol. Sin dejar prolongar la siesta del pobre Eco lo cogemos en brazos para descender el repecho de rocas y tomar el camino de vuelta. Una vez en casa dormirá agotado durante horas, soñando sin duda con riachuelos, lagunas, pájaros, insectos, humanos amistosos y un perro negro, gigantesco como una montaña, que cargaba con una casa a cuestas.